Esos Domingos de Agosto...
Cada vez que lo recuerdo no me sale otra cosa que sonreír con algo de nostalgia. Pero que no se malentienda. Lo que me hace sonreír, lo que extraño, no es la pobreza de mi infancia, ¡no señor! Lo que extraño es lo felices que éramos ese domingo de agosto. Recuerdo a mis hermanos corriendo delante mio a los empujones hasta llegar al regalo. Nuestras seis manos, pequeñas, pero desesperadas, destrozaban el papel rojo brillante que mi vieja había envuelto tan celosamente. Los tres, con esa complicidad tacita que a veces tienen los hermanos poníamos cara de sorpresa al descubrir ese pedazo de cuero desinflado. En verdad, ya sabíamos de antemano lo que había ahí, cada año era lo mismo, y cada año era el mejor regalo que podían hacernos. Amaba eso. Nuestra sonrisa nos cortaba la cara, no podíamos parar de saltar y mover los brazos con excitación. Los grandes nos miraban con una sonrisa de satisfacción. Mientras mis hermanos salían corriendo a buscar un pico y un inflador que mi abuelo buscaba en el galpón, yo me tomaba dos segundos para agarrar la pelota emocionado, acercarla a mi rostro y respirar profundamente. Me encantaba el olor a ese cuero nuevo, hoy en día no puedo sacarme esa costumbre. Esto seria en el 93 o 94, mas no. Yo todavía no sabia leer, entonces le preguntaba a mis hermanos mientras me sacaban la pelota de las manos para inflarla. -” ¿Qué dice ahí?” – -“Tango” me respondía concentrado. -"haa..¿Y ahí?” repreguntaba con esa curiosidad de un niño. -“Adidas” respondía sin darme mas atención que esa. -“¿y ahí arriba? Seguía disparando, Más que curiosidad, era impaciencia -“world cup” leía con algo de dificultad.. -“basta Alan!” sentenciaba mi hermano mayor. “vamos a jugar, ya esta” Y salíamos disparados los tres al patio delantero de mi abuela.
Mi abuela nos gritaba desde adentro que íbamos a romper las plantas. Y nosotros prometíamos que íbamos a jugar despacio, que no íbamos a hacerle nada a las plantas. Pero esa promesa duraba 3 patadas, hasta que un puntinazo tiraba la pelota encima del jazmín, y corríamos a esconder las ramas rotas entre las otras plantas. El olor que se sentía era el asado, y la voz que se escuchaba era el relator de las carreras que mi abuelo escuchaba por la radio. Me acercaba cada tanto a preguntarle: “¿vos sos de Chevrolet, no abuelo? Porque yo también. ¿Puedo ser de Chevrolet y de River no? Y el largaba una carcajada mientras me daba un abrazo de esos que con el tiempo se extrañan. “Si flaquito somos de Chevrolet y de River los dos, el tio también” En fin, éramos felices, sin duda. Y había algo que nos ponía más felices que ese regalo. Luego de comer, los adultos nos abrían la puerta, y nosotros como ganados, salíamos corriendo hasta el potrero de la esquina. Había que ser veloces, seguramente otros niños, con otros padres, tios y abuelos, iban a salir corriendo también para hacerse dueños de uno de los arcos. Iban a querer jugar con sus nuevas pelotas, usar sus nuevas remeras, andar en sus nuevas bicicletas. Pero como dije, había algo más. Esos niños, lo que en verdad querían demostrar no era ese regalo, lo que querían decir era “él es mi papá, ella es mi mama, él es mi tío, mi abuelo. Y hoy vienen a jugar conmigo”. Había muy pocas cosas que hacían a ese nene del conurbano más feliz que una pelota, e indudablemente, ese momento, con un arco improvisado con dos buzos y un potrero ya sin pasto era mejor que diez pelotas nuevas con olor a cuero. Eso es lo que hoy recuerdo con nostalgia y hasta con una pequeña tristeza de no volver a ser niño. No importa cuan costoso pueda ser el regalo, probablemente el niño termine jugando con la caja. No gasten tanto dinero, gasten tiempo, o mejor dicho regálenles tiempo, ese va a ser el regalo que en 20 años mas extrañaran. Feliz día del niño, a los de hoy, a los de ayer y a los de mañana. Regálenles, y regálense un hermoso día del niño.